¿Cómo comeremos en el futuro?
El ser humano ha disfrutado de compartir la comida desde que los primeros y lejanos ancestros de nuestra estirpe comenzaron a cazar en grupo. Las estrategias colaborativas que caracterizaban a estos cazadores implicaban el reparto de alimentos, no sólo a los que habían participado activamente de la cacería, también a aquellos que dependían de los miembros más fuertes de grupo como mujeres, niños y ancianos. Así es como los clanes participaban en comunión del banquete y de la celebración que suponía el éxito de la expedición, que regresaba (con suerte) al completo y con comida para todos.
De hecho, hay una curiosa teoría que plantea que los humanos sentimos especial predilección por compartir la comida salada, por los nexos que tiene la caza con el trabajo en grupo, pero que somos un poco más individualistas, e incluso egoístas, cuando se trata de compartir alimentos dulces. Se supone que estas preferencias sociales condicionadas por lo dulce, hacen referencia a la etapa en la que los homínidos todavía vivían en los árboles alimentándose de frutas (dulces en su mayoría).
Un argumento que respaldaría la falta de cooperación para conseguir azúcares, ya que se trataba de una forma de vida mucho más individual y menos jerarquizada donde cada individuo saltaba de rama en rama para conseguir sus dulces alimentos sin tantas responsabilidades respecto al grupo.
Las siguientes generaciones hemos ido perfeccionando y sofisticando, hasta límites insospechados no sólo las tecnologías productivas de alimentos sino la forma de elaborarlos y degustarlos. La vajilla, los cubiertos, la mantelería, así como un sinfín de artilugios diseñados especialmente para disfrutar de alimentos concretos: desde un separador de yemas hasta una tetera.
De hecho, en torno a la degustación giran gran parte de los rituales que forman parte la vida social de cualquier humano. A lo largo de nuestra vida se perpetúan una serie de eventos familiares, sociales o religiosos que convierten a la mesa en el centro de atención. Con protocolos muy concretos y personalizados, las recetas que se degustan, quién las prepara o en qué lugar concreto se sienta cada miembro, cada clan familiar, cuadrilla de amigos o grupo de compañeros tiene instauradas costumbres que implican, en la gran mayoría de los casos, reunirse en torno a una mesa con alimentos.
Cientos de miles de siglos modelando un modo de conducta, condicionado perpetuamente por la disponibilidad de alimentos y la posibilidad de conservarlos, que parece ser ha saltado definitivamente por los aires, a la vista de los hábitos de consumo que nos muestra la publicidad, a pesar de que nunca queda claro si reflejan un estilo de vida o pretenden inducirlo.
El caso es que me ha llamado poderosamente la atención un anuncio, que emiten ahora mismo en televisión, que muestra a una madre molesta con su hijo de unos 12 años porque éste ha dejado la fuente vacía de los macarrones en su cuarto. El drama es que el tomate se ha resecado y la pobre madre, como si fuese el mayor de sus problemas, se queja de que ahora el lavavajillas no sacará la mugre. En fin…
Al margen de lo cerdo que nos pueda resultar el niño en cuestión y lo censurable que pueda ser la actitud de la madre que ve como normal que el niño se lleve un perol de macarrones a su cuarto para comer como un bárbaro, el anuncio pretende transmitir la idea de que la familia ya no come junta y que lo habitual es que los preadolescentes coman en la intimidad de su cuarto, donde pueden disfrutar viendo, en absoluta soledad, contenidos a la carta en su móvil y ordenador a través del wifi doméstico.
Este análisis, un poco pesimista, me lleva a pensar en el futuro de la comida social o comida en familia, donde todos los miembros ponen en común preocupaciones, alegrías y proyectos, fomentando así la cohesión del clan. Las unidades familiares son cada vez más pequeñas y tienen nuevas costumbres derivadas del cambio de hábitos y la falta de tiempo, por lo que comer o cenar en familia ya no supone la institución que fue en otros tiempos.
Pero, ¿podría poner fin las costumbres de los ‘millenials’ a los rituales alimentarios cotidianos que conocemos? Según los datos que reflejan las encuestas que retratan a este colectivo, la cosa pinta complicada. Una de las características que les define dice que, si les gusta la comida no les importará hacer cola, comer en una banqueta o que no haya manteles de tela ni servilletas, algo que considerarían prescindible. De la misma forma, muchos de ellos no tienen horarios establecidos de comida y comen snacks, en muchos casos saludables, que permiten por su portabilidad, ser comidos delante del ordenador sin tener que dedicar tiempo exclusivamente a comer.
Tampoco reproducen el modelo de entrante, principal y postre, ellos prefieren un único plato que aglutine gran cantidad de ingredientes, como demuestra una de las tendencias pronosticadas para el 2017, los tazones o ‘pokes’. Se trata de un tazón que contiene una base de arroz, fideos o cereales y que se acompaña con un surtido de vegetales, setas y carnes, aunque también lo hay en versión dulce.
Precisamente el poder escoger un plato personalizado, como estos tazones, es lo que más gusta a los millenials, que entienden como valor añadido disponer de una elaboración hecha a medida, así que el futuro parece ser que pasará por comandas customizadas para cada cliente. A esto hay que añadir que les encanta experimentar, así que les encantan las comidas exóticas y étnicas, cuanto más mejor. Ese fenómeno explicaría la necesidad constante de sorprenderse y el hecho de que, pese a lo que pudiera parecer, se esté perdiendo personalidad en la restauración.
Además, puesto que han sido criados en la filosofía del mimo, exigen que su experiencia sea el eje central de las estrategias de consumo. Son críticos, volubles y exigentes, tanto como para que la mayoría de ellos deje de comprar o consumir tras una mala experiencia de cliente. Ellos entienden los negocios no como servicios sino como relaciones, pero no por ello van a ser fieles a nadie, ese gesto no les caracteriza.
Desearía que este texto no fuesen sino las conclusiones de quien comienza a no entender a las siguientes generaciones, pero me ha parecido que el problema iba más allá cuando esta semana me han mostrado los datos de una encuesta que refleja que más del 82%, de un grupo de 112 alumnos de gastronomía de 17 a 22 años, piensa que la comida cada vez es peor y que los alimentos en general, incluida la fruta, no son sanos.
Las próximas generaciones van a tener que plantear soluciones a muchos problemas relacionados con la alimentación, pero esperemos que no se les olviden todos los aspectos sociales que rodean a la comida y la importancia que tienen a nivel cultural y humanístico.